No, no es que me vaya a dedicar a la acuicultura, ni que esté clamando por la defensa de los peces en extinción. El tema de la entrada era la cantinela que tenían las vendedoras de peces al recorrer las calles de Salamanca, en mi infancia, avisando de viva voz de la llegada de «material» fresco y recién pescado en el río Tormes.

Sí, ya se que os estaréis preguntando si al Baranda se le ha ido la pinza, pero realmente lo que voy a tratar en este post es la venta ambulante de alimentos frescos perecederos o precocinados que se ofertan en la mayoría de los mercadillos y que, a primera vista, dejan un cierto margen a la preocupación sobre sanidad alimentaria.

Siempre que veo un documental sobre países del tercer mundo y aparecen mercadillos con productos frescos perecederos y al «propio» espantando las moscas se me pone el vello como escarpias, pero cuando veo a una vendedora de pescado fresco en el lugar en el que normalmente veraneo ofertando sus productos sobre una carretilla de albañil y como único elemento de protección una especie de sábana acabo pensando que este país tiene mucho en lo que mejorar para alejarnos del mercado de Bamako, capital de Mali.

Si a ello unimos lo que veo todos los domingos en mi paseo vespertino en el mercadillo semanal mi preocupación se multipica de forma exponencial o dígamen si es «normal» tener a la entrada una furgoneta del tipo DKV con el porton trasero abierto y en el que se ha acondicionado un asador de pollos con las bombonas de gas situadas en la parte lateral y sin ningún tipo de indicación de que cuenta con todas las garantías higiénico-sanitarias establecidas en la legislación.

Claro que si apostamos por la comida «mediterránea» nada como acercarse al puesto de la fritura de patatas fritas en las que a pesar de mostrar unas botellas de aceite de oliva todo parecido olfativo con la realidad es mera coincidencia, además de estar el ketchup y la mahonesa fuera de un lugar refrigerado con los problemas sanitarios que ello conlleva.

Ante estos ejemplos me surgen una serie de preguntas: ¿estos negocios tienen obligación de exhibir en lugar visible que cuentan con el visto bueno de la inspección sanitaria de la comunidad autónoma al uso?, ¿se les exige el carnet de manipulador de alimentos al personal de las furgonetas?, ¿se cuenta con una inspección por parte de la policía municipal sobre riesgos para los transeúntes, habida cuenta de que entre el fuego del horno y las bombonas no hay ni un par de metros de separación?, y no pregunto si existe un claro aislamiento entre el horno y el depósito de la gasolina.

En fín, es justo reconocer que he tenido también oportunidad de visitar puntos de venta ambulante de productos frescos perecederos y de precocinados que están perfectamente acondicionados, pero me gustaría que alguien me respondiera a las preguntas arriba expuestas y si alguien se anima a proponer las que considere oportunas o a comentar las experiencias que haya tenido, buenas o malas, al respecto de este post que hable ahora o …

Por cierto y antes de que se me olvide. He disfrutado hace unos días de una visita a San Sebasitán. He disfrutado de sus paisajes, de sus museos, del buen trato del personal, pero no acabo de entender cómo nadie obliga a mantener sus excelentes pinchos protegidos tras una vitrina. Afortunadamente ahora ya no se puede fumar en los bares, pero de momento nadie nos impide toser, y compartir los virus y las bacterias no es precisamente lo más «democrático».

¡Agur!

Fotografía: Junta de Andalucía.

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